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Depósito de cadáveres

 

De momento, a Ana le dio la impresión de haber entrado en un museo de figuras de cera. Los muertos se alineaban tumbados en el suelo, formando hileras. Un olor penetrante, a fenol quizá, mezclado con algo acre y dulzón, hacía el ambiente tan irrespirable que tuvo que sacarse la bufanda y taparse la boca. Le escocían la nariz y los ojos. Avanzó como en una pesadilla. Sobre la carne cerúlea, las manchas de sangre secas parecían chafarrinones de pintura.

No pudo contar los cadáveres. Pasaban de cien. Se detuvo junto a una muchacha muy joven. Era rubia y sus labios estaban a medio pintar, como si la muerte la hubiera sorprendido en un último acto de coquetería. Tenía los ojos muy abiertos, con expresión de horror. A su lado yacía un carabinero. De la guerrera sólo había tenido tiempo de meterse una manga y llevaba las zapatillas con el talón fuera. Las sirenas debieron de despertarle y salió precipitadamente hacia el refugio. Un compañero de Cuerpo se le acercó para identificarlo o quizá sólo en un acto de piedad. Se inclinó e intentó colocarle bien el uniforme.

(Teresa March, Los inocentes. Grijalbo, 1978).

 

Comentarios

  1. una soledad demasiado ruidosa14/3/21, 13:41

    No es mi objetivo aquí extenderme acerca de los horrores de la guerra o el error que supone tener un enfoque vital sustentado en premisas "guerreras". Quisiera poner el acento sin embargo en la expresión "acto de piedad", entendida como compasión; el elevadísimo grado de empatía que lleva implícito y lo diferente que sería nuestro mundo de regirnos por otro tipo de motivaciones.

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