El crítico, que no es, ni tiene por qué ser, un santo, sabe consciente o inconscientemente (en este último caso, o es tonto o se hace) que su quehacer se produce dentro de un mercado y que, por lo tanto, le es necesario convertir su trabajo en mercancía y, lo que es más importante, él mismo, en cuanto productor, como crítico en este caso, se verá constreñido a convertirse en mercancía, es decir a adquirir prestigio, legitimidad, reconocimiento, valor de uso y valor de cambio. La tentación del crítico es intentar conseguir estas metas que el propio mercado le impone por medios ilegítimos: halagando a los poderosos, subiendo el tono con los débiles, alabando el sol que más calienta, no molestando a quien no se debe molestar, mezclando el interés espurio con la amistad o callando cuando el silencio sea lo más diplomático, es decir, teniendo miedo, o peor, haciendo rentable este miedo. Identificando la objetividad con el nadar y guardar la ropa, la imparcialidad con el cinismo o el oport