El cuerpo de Nieves permanecía lo mismo, pero sus manos temblaban y el centelleo de sus ojos le sorprendió. ¿Dónde estaba la mansedumbre de su mujer? ¿Es que la lenta pérdida de los deseos, y hasta de las necesidades, la había convertido de pronto en una incipiente rebelde? Pobre Nieves, pobres mujeres, todas, que siguiendo a sus hombres, de cerca o a lo lejos, soportaron el duro y amargo camino del exilio... Permaneciendo, aguantando mejor que nadie la cadena ininterrumpida de sinsabores en silencio y con muecas de sonrisa para mejor engañarse a sí mismas y a los demás. ¡Pobre Nieves, que no había conseguido adaptarse a la nueva tierra, a las diferentes comidas, costumbres y acento! Su mundo, el mundo reducido de antaño, seguía vivo en ella, en ellas, lo llevaban a cuestas y era precisamente en estas fechas determinadas, en estas comidas y cenas cuando, juntando la serie infinita de pequeños mundos, casi todos iguales, surgía la esperanza, si no de alcanzarlos, por lo menos de no perd