Trituradora de libros (y 2)


 

Esta mañana la Cosa se había levantado de buen pistón. Dio un bocado y engulló su primera ración de obras sin el menor hipido. Los martillos, encantados de mordisquear algo más que vacío, se lo pasaban en grande. Incluso los lomos más nobles y las encuadernaciones más sólidas se trituraron en pocos segundos. A millares, las obras desaparecieron en el estómago de la Cosa. La lluvia hirviente que escupían sin descanso las toberas de una parte a otra del agujero empujaba hacia el fondo del embudo las pocas hojas voladoras que trataban de escapar de allí. Un poco más lejos, las seiscientas cuchillas tomaron el relevo. Sus láminas afiladas redujeron el resto de las hojas de papel a escuálidas tiras. Las cuatro grandes amasadoras terminaron el trabajo transformando todo eso en una melaza espesa. Ni rastro de los libros que apenas unos momentos antes yacían en el suelo de la nave. No quedaban más que esas hilachas grises que la Cosa expulsaba por su espalda bajo la forma de gruesos zurullos humeantes, cuya caída en las cubetas emitía horribles ruidos acuosos. Esa tosca pasta de papel servirá algún día no lejano para fabricar otros libros, de los que cierto número acabará de nuevo aquí, entre las mandíbulas de la Zestor 500.

(Jean-Paul Didierlaurent, El lector del tren de las 6.27. Traducción de Adolfo García Ortega, Seix Barral, 2015).

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