Betty Brincos
Seguimos avanzando. Tomábamos puentes, carreteras, pueblos. El olor a vaca muerta, a caballo descompuesto, al polvo levantado por los Panzer; a ceniza, a ladrillo roto por los proyectiles, a carne y metal quemado; a barro frío cuando llovía. La velocidad, el bramido de los vehículos nos aislaba, era terrorífico y verdadero, emocionante, incluso íntimo. En un pueblo con una iglesia de larguísima aguja nos enfrentamos a blindados alemanes, y uno de sus soldados terminó convertido en una antorcha humana, y aplastado por los mismos acorazados. En ocasiones, teníamos que ponernos las máscaras de gas no por un ataque , sino por el insoportable tufo a cordita. De vez en cuando, alguno de los nuestros saltaba por una mina: pisabas una, hacía clic, y luego bum. Adiós piernas. Adiós brazos. Adiós cabeza. Las que infundían más terror eran las minas S, alias "Betty Brincos", que cuando las accionabas disparaban una pequeña carga ascendente, un bote que contenía 360 bolitas de acero, y estaba diseñado para explotar a la altura de los genitales. Adiós huevos. Adiós descendencia. Adiós a todo.
("El bosque de Hürgen", en Diez personas que arden, de Ignacio del Valle. Menoscuarto Ediciones, 2024).
Uno no deja de asombrarse ante la estupidez de la especie humana y su capacidad para inventar nuevas formas para autodestruirse. De la victoria de thanatos sobre eros en los albores de la primera guerra mundial se derivan monstruosas creaciones como la bomba atómica, las bombas de racimo o las minas S que nos ocupan en éste caso. En el crepúsculo ya, de éste largo desengaño civilizacional al que el principio del racionalismo estrecho y positivo nos ha reducido, convendría recordar las palabras de Lewis Mumford cuando exigía un exhaustivo control y orientación sobre la ciencia habida cuenta de que sus aplicaciones tanto a la guerra como a la industria son tan manifiestamente desastrosas.
ResponderEliminarMe temo que siempre que haya guerras habrá control de la ciencia de un lado u otro. Para peor, claro.
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