Cola de cordero



     El Mignon, situado en el número dos de Queensway, era el más afamado restaurante húngaro de la capital inglesa. Músicos con instrumentos magyares amenizaban la comida. Para todos menos para el desdichado Mon Kilgore que, pensando en la cuenta, veía desfilar los platos nacionales e internacionales que, con una glotonería inexplicable, iba devorando la hermosa Penélope.
     La muchacha era lo que suele calificarse de una manera general, una chica bonita. Alta, esbelta, elegante en el vestir, con una larga cabellera rojiza cayéndole sobre los hombros desnudos por el amplísimo escote que dejaba ver, y esto era lo que menos le gustaba al pobre Mon, un rosario de vértebras que le recordaba, en aquellos momentos, los huesecitos de una deliciosa cola de cordero que Penélope había roído con sus minúsculos dientes.

(Alex Simmons, El último safari. Ediciones Ceres, 1983). 


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