Bruguera


 

Al leer la noticia de que la editorial Bruguera tenía los libros contados, tras un siglo de entregas, me acordé de Antón.

Recordé en concreto una mañana soleada, a mediados de los ochenta, en la calle Altamirano, cuando apareció con un ejemplar de La insoportable levedad del ser, de Milan Kundera, y tres o cuatro novedades de Anagrama. Antón levantaba libros en El Corte Inglés y los pulía en el Antiguo a mitad de precio. 

Así fue como muchos de nosotros descubrimos a Truman Capote, a Dürrenmatt. Gracias a Antón había yonquis que leían a Patricia Highsmith. En El Garage Hermético, entre cervezas y canciones de The Clash, discutíamos sobre los beats con colegas adictos como Burroughs.

Aparte de su destreza en el hurto, el caso de Antón resultaba particularmente singular porque aceptaba encargos, de tal modo que podías pedirle la última de Tom Sharpe, o Dinero, de Martin Amis. Como estuviese disponible en la estantería, te lo conseguía al día siguiente.

Han pasado los años y no he vuelto a verle. Tengo entendido que se instaló en Marruecos hace tiempo y que le va bien. Quizá le salvó la literatura. Muchos de su quinta dejaron la vida en manos de la heroína. Para siempre. 

Todos en la zona le llamábamos Antón Bruguera.    


(Juanjo Barral, El libro de los ensayos. Ilustraciones de Gallota. La Última Canana de Pancho Villa, 739, Oviedo, 2024).

 

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