MI copartícipe secreto
Joseph Conrad (1857-1924)
Hoy se cumplen cien años de la muerte del escritor británico de origen polaco Joseph Conrad. A modo de pequeño homenaje en tan señalada fecha, transcribo parte de la intervención que, acerca de mi particular "descubrimiento" del mismo, tuve ocasión de pronunciar en la librería Matadero Uno, de Oviedo, con motivo del la celebración del Bloomsday 2024.
Todo lector tiene sus autores favoritos. Ahora bien, no todos los favoritos lo son todo el tiempo. En muchos casos las lecturas fervorosas de la niñez o de la adolescencia no resisten posteriores revisiones, y el libro que un día nos fascinó y conmovió ahora apenas nos dice nada. Otros autores son ascendidos a la categoría de favoritos ya en la edad adulta, cuando el gusto está más formado y los intereses son distintos. Sin embargo, hay lecturas primerizas que perduran. Te acercas a estas obras en diferentes épocas y sigues disfrutando de ellas. Siempre encuentras nuevos enfoques, nuevos matices y detalles que anteriormente se te habían pasado por alto. Son autores que nos acompañan a lo largo de nuestra existencia y son refugio y consuelo tanto en las horas buenas como en las menos buenas. A estos autores les llamo “favoritos perennes”. Suelen ser pocos, pero confiables. Son aquellos a los que uno recurre una y otra vez a sabiendas de que, por mucho que los leamos, nos seguirán enseñando y nutriendo emocional e intelectualmente.
A mí me ocurre con Joseph Conrad.
Debía tener yo unos dieciséis o diecisiete años cuando leí por primera vez una obra del escritor polaco naturalizado británico. No recuerdo con precisión la fecha, ni la razón por la que elegí esta obra y no otra. Lo que no se me ha olvidado es el título del libro. Lo sé porque todavía lo conservo: Un tifón, publicado en 1958 por Ediciones G.P., dentro de la colección Alcotán. Como traductor figura Ramón de Perés.
Así pues, sin conocimiento previo del libro ni del autor, pero con manifiesta curiosidad, comencé a leer la novela, o más bien nouvelle, que empieza de la siguiente manera:
“Tenía MacWhirr, capitán del vapor Nan-Shan, un semblante que, en la esfera de las apariencias materiales, era el fiel reflejo de su espíritu: no presentaba marcadas y características señales de firmeza o de estupidez; no ofrecía caracteres distintivos de ninguna clase; era sencillamente vulgar, inexpresivo e imperturbable.”
Una vez leído este párrafo inicial me pasó una cosa curiosa. Como empujado por un resorte me levanté del sillón, cerré el libro y me puse a dar unos pasos por la habitación pensando en lo que acababa de leer. Aquello de “en la esfera de las apariencias materiales…” ¿A qué se refería?
Al cabo de unos minutos, sobrepuesto ya de la impresión, retomé el relato desde el principio y me di cuenta, a medida que iba leyendo, no solo de lo que el autor quería transmitir, sino de cómo lo hacía. En definitiva, lo que descubrí en Conrad, como antes lo había hecho con otros escritores, como Dickens o Stevenson, era sencillamente una manera especial de hacer literatura, la mejor literatura, a través de un estilo propio e inconfundible.
El clímax de Tifón tiene lugar al final del capítulo 5, cuando el capitán MacWhirr debe afrontar la furia desatada del ciclón tropical con grave riesgo de naufragio, al tiempo que intenta apaciguar a los doscientos culis chinos que regresan a sus casas y que se hallan hacinados en las bodegas del barco. Pero, para mi sorpresa, justo en este punto culminante se detiene en seco la narración, y el siguiente capítulo empieza de una manera desconcertante, con un insólito salto hacia delante. Escribe Conrad: “En un hermoso día lleno de sol, y soplando la brisa que se llevaba por delante muy lejos el humo del barco, llegó el Nan-Shan a Fu-Chau.”
Otra vez tuve que parar la lectura mientras me preguntaba: ¿Me he perdido algo? ¿Faltan páginas? ¿Se ha saltado la editorial algún pasaje, quizás un capítulo entero? Nada de eso. Más tarde supe que Conrad, haciendo gala de su habilidad técnica, nos obsequia aquí con una formidable elipsis, dejando al lector que imagine lo que sucede en el buque tras las adversas circunstancias descritas. Debo confesar, no obstante, que un servidor aún no estaba habituado a tales virtuosismos narrativos. Hasta dudo de que supiera lo que es una elipsis.
Cuando se publicó Tifón en 1903, fue bien recibido por la mayoría de los críticos, si bien algunos recriminaron al autor que, en el momento decisivo, en los instantes de mayor peligro e incertidumbre, se suspendiera el tenso relato dando paso al plácido capítulo 6. Otros, como André Gide, que tradujo Tifón al francés, celebraron la audacia narrativa: “Admiro al autor cuando detiene su relato precisamente en la linde de lo espantoso y da libertad a la imaginación del lector, después de haberse acercado a lo horrible hasta un punto que parece insuperable.”
Tras aquella primera lectura de Tifón recuerdo que me ocurrió algo un tanto extraño. En vez de comentar con entusiasmo mi descubrimiento de un nuevo y maravilloso escritor, hice todo lo contrario. Mantuve el secreto y me callé como un muerto. No se lo dije a nadie. Ni siquiera a mi mejor amigo, Pedro Ugalde, con quien solía intercambiar libros que merecían ser leídos. Pensé que Tifón me pertenecía, que lo había escrito el mismísimo Conrad pensando en lectores como yo, y que, por tanto, era un privilegiado y tenía que guardarme para mí solo dicho privilegio.
Así fue cómo, durante un tiempo, Joseph Conrad devino, por utilizar el título de otro de sus magistrales relatos, mi “copartícipe secreto”; aunque, a decir verdad, esta complicidad secreta duró poco, y no tardé en compartir mi hallazgo literario con los demás. Definitivamente, Tifón me había atrapado y, a partir de aquel momento, me lancé a la búsqueda incesante de otros libros suyos, a pesar de que muchos de ellos estaban descatalogados y solo se hallaban en librerías de lance.
No hace falta que insista en que Joseph Conrad es uno de mis favoritos
perennes, tal vez el que más. Desde aquella primera vez, y en el transcurso de
los años, he tenido la oportunidad de leer casi toda su copiosa producción y, habiéndome
gustado unas obras más que otras, como es natural, puedo decir que jamás me ha
defraudado. Cada vez que vuelvo a sus libros saco provecho y solaz de sus
páginas. Doy gracias, pues, al maestro Conrad, por las muchas horas
felices que me ha proporcionado a lo largo de mi vida.
O
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