Espejos

El arte es nuestra salvación (al menos el más hábil falsificador de eternidades), como lo fue para Wang-Fô en la inolvidable historia de Marguerite Yourcenar. La luz de unos modestos pinceles había mentido al Hijo del Cielo la belleza del mundo. Pero el emperador descubrió muy pronto que tras la adormecedora veladura de aquellos lienzos el mundo se agitaba de dolor. Más allá del aire eternamente perfumado la realidad olía a miseria corrupta. Condenado por falsificación, Wang-Fô tuvo tiempo de fingir sobre un rollo de seda una vasta capa de agua y una frágil embarcación. Tenía en sus manos la llave de la celda. Se retrató con su discípulo Ling en la barca salvadora y desapareció para siempre en aquel mar de jade azul que acababa de inventar.
A veces ni siquiera nuestro propio reflejo es capaz de decirnos lo que somos. Jean-Claude Carrière cuenta en El círculo de los mentirosos la historia de un campesino que marchó a la ciudad para vender su arroz y le trajo a su mujer un espejo. Sorprendida, se miró en él y se echó a llorar alarmando a su madre. "Mi marido ha venido con otra", le dijo entre sollozos mientras dejaba a su alcance la prueba. Al verse en el espejo, la madre intentó tranquilizarla: "No tienes de qué preocuparte, es muy vieja".

(Javier Almuzara, Catálogo de asombros, Impronta, Gijón, 2012)

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