Paleoturdillas

"Diré ahora de la apariencia de aquella ave, ignorada de todos los físicos que trataron antes los pàjaros, que los naturales de Helligolad llamaron paleoturdilla. Los pollos de esta crianza tienen el capricho de nacer más grandes que sus padres, a quienes acaban por igualarse al cabo de unas horas de haber invadido el mundo. Por eso debiera ser este ave emblema de modestia. A la vez que menguan de cuerpo les va creciendo el pico, que en las nacidas de género femenino toma color transparente y despide un olor parecido a la salvia madura (...) Su linaje no está recogido en parte alguna pero los naturales de Helligolad, donde estas aves crían espontáneamente desde antiguo, las hacen de nación hispánica, y las juzgan herencia de un gallo longareto que hacía la carrera de Etiopía en una nave que vino a naufragar en aquella parte.
(,...) Los naturales de Helligolad entienden todas las lenguas del mundo pero ignoran los cultivos; caminan de puntillas, evitan a los náufragos y solo se alimentean de cabezas de pesacadop. El resto lo regalan a las paleoturdillas, que rehuyen el mar pero admiten sus frutos. (...) A cambio del fácil alimento, las paleoturdillas se dejan tomar cierta pluma de la cola, que, una vez mojada en agua de mar, tiene la virtud de rizarse como una onda y de flotar por más que quiera hundírsela. Moldeada de esta suerte, la pluma finge fulgores de oro las noches lunares y es fama que sabe atraer tomentas de nieve cuando se la abandona al reposo de una sombra. Los naturales de Helligolad disfrazan con estas plumas sus toscos anzuelos, y con tal argucia engañan a los sorgos, haciéndolos venir en superficie a cebarse mortalmente en su curiosidad..."

("La pluma de oro", de Pablo Andrés Escapa. Avisos. Noticias de la Real Biblioteca, Año VI, nº 27, diciembre de 2001)

Comentarios

(2)
  1. Qué maravilla las paleoturdillas, decrecen, se dejan arrancar un pluma y huelen a salvia. Me gustan casi tanto las paleoturdillas como el relato de la entrada anterior, al que no tocaría ni una coma.

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  2. Gracias, Amaltea, una vez más.

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