Conradiana (VIII): Sagarra
En invierno de 1936 Josep Mª de Sagarra se halla en París, adonde ha llegado huyendo de la guerra civil. Tiene 44 años, se ha casado y decide partir hacia la Polinesia. El 28 de diciembre embarca en Marsella, con su mujer, en el vapor "Commissaire Ramel". A bordo comienza la redacción del dietario de viaje, que verá la luz en 1942 en versión castellana del propio autor, con el título El camino azul, y en el original catalán, La ruta blava, en 1964.
Cruzan el Atlántico, atraviesan el canal de Panamá y entran en el inmenso océano Pacífico. Sagarra observa cómo la relajación y la concupiscencia tropical que se van adueñando de la tripulación y el pasaje. "Todo este mundo delante de mis ojos está lleno de recuerdos de Conrad. Personal tarado, con gotas translúcidas de idealismo, de miseria, de fiebre. Mezcla de colores de piel, mezcla de olores acres. Todo esto en la calma nocturna del Pacífico, entre las Marquesas y las Tuamotu... Piensas en El negro del Narcissus, en Tifón, en Lord Jim... ¡Puro Conrad!"
Y más adelante, cerca ya de Tahiti, dice: "En estas dos noches, el gusto de Conrad se ha intensificado en la curva de la popa. El calor ácido y grasiento va discerniendo y barajando olores y los va paseando, con una calma cruel, por las cuerdas, las cadenas y los pulmones ávidos de frescor, bajo la implacable lividez de la luna..."
Es evidente que Sagarra conocía bien la obra de Joseph Conrad; seguramente lo había leído ya en francés y catalán (La follia d'Almayer, en traducción de Josep Carner Ribalta, es de 1920), antes de hacerlo en las ediciones en castellano de Montaner y Simón. Pero es curioso que los exóticos escenarios en los que Sagarra evoca a Conrad no son precisamente los que éste frecuentara en su etapa de marino. Los rutas marítimas conradianas por excelencia son las del océano Índico, el mar de Java, el del sur de China... Las otras, las de la Polinesia y los mares del Sur son más propias de narradores como R. L. Stevenson, Louis Becke o Somerset Maugham. Pero todos los trópicos se parecen, y la fuerza de las imágenes de Conrad son lo suficientemente poderosas como para traspasar los paralelos.
Cruzan el Atlántico, atraviesan el canal de Panamá y entran en el inmenso océano Pacífico. Sagarra observa cómo la relajación y la concupiscencia tropical que se van adueñando de la tripulación y el pasaje. "Todo este mundo delante de mis ojos está lleno de recuerdos de Conrad. Personal tarado, con gotas translúcidas de idealismo, de miseria, de fiebre. Mezcla de colores de piel, mezcla de olores acres. Todo esto en la calma nocturna del Pacífico, entre las Marquesas y las Tuamotu... Piensas en El negro del Narcissus, en Tifón, en Lord Jim... ¡Puro Conrad!"
Y más adelante, cerca ya de Tahiti, dice: "En estas dos noches, el gusto de Conrad se ha intensificado en la curva de la popa. El calor ácido y grasiento va discerniendo y barajando olores y los va paseando, con una calma cruel, por las cuerdas, las cadenas y los pulmones ávidos de frescor, bajo la implacable lividez de la luna..."
Es evidente que Sagarra conocía bien la obra de Joseph Conrad; seguramente lo había leído ya en francés y catalán (La follia d'Almayer, en traducción de Josep Carner Ribalta, es de 1920), antes de hacerlo en las ediciones en castellano de Montaner y Simón. Pero es curioso que los exóticos escenarios en los que Sagarra evoca a Conrad no son precisamente los que éste frecuentara en su etapa de marino. Los rutas marítimas conradianas por excelencia son las del océano Índico, el mar de Java, el del sur de China... Las otras, las de la Polinesia y los mares del Sur son más propias de narradores como R. L. Stevenson, Louis Becke o Somerset Maugham. Pero todos los trópicos se parecen, y la fuerza de las imágenes de Conrad son lo suficientemente poderosas como para traspasar los paralelos.
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