Literatura e higiene
Hubo una época que la falta de higiene en los escritores no solo no era mal vista sino que se tenía a gala. No todos, claro, eran de esta opinión. Cuando el atildado Oscar Wilde visitó a Verlaine en París quedó asombrado de que un hombre capaz de escribir tan exquisitos versos viviera en unas condiciones de tanta suciedad. Huyó despavorido. Quién sabe si de haberse quitado el francés un poco de roña de encima se hubiera establecido entre ellos una gran y fructífera amistad.
Lo cierto es que los escritores de la llamada bohemia no sentían especial predilección por las propiedades limpiadoras del líquido elemento. ¿Agua?, ni para beber. No cumplían ninguno de los requisitos que, según el higienista Pedro Felipe Monlau, son indispensables para una buena salud, a saber: sobriedad, ejercicio y limpieza. Lo cierto es que huyendo de los baños públicos artistas y escritores encontraron refugio en tabernas y cafés mal ventilados. Su mal olor solía precederles. Josep Maria de Sagarra menciona en sus memorias a uno de estos genuinos representantes de la bohemia madrileña más cutre y cochambrosa, y dice que sus pantalones estaban tan acartonados por la mugre acumulada que podían sostenerse solos. En pleno auge del modernismo el exceso de retórica se contrapone al defecto de jabón; y las pilosidades corren parejas a las delicuescentes metáforas. Proliferan las melenas, las barbas, los mostachos.
Todo esto irá cambiando con el tiempo. A principios del siglo pasado la generación del 98 sostiene aún una sorda batalla interna. Partidarios de la bohemia antigua, con Valle Inclán a la cabeza, luchan contra los defensores del afeitado diario, con Azorín de abanderado. Armas: compárese la prosa tersa y breve del alicantino con la undosa y dilatada del gallego. La transparencia frente a la opalescencia.
En los años veinte, la suciedad y el hirsutismo bohemios se baten en retirada. Los nuevos escritores descubren las ventajas de la ducha y la barbería. En Cataluña, los noucentistes, con D'Ors de paladín, acaban no solo con las barbas y pelambreras tipo Rusiñol y los Quatre Gats, sino que llevan la higiene a la escritura. Su poesía y su prosa, de línea clara y económica, arrumba de un plumazo los ornamentados dispendios del modernismo. Carner, Sagarra, Gaziel, Soldevila... llevan traje y corbata y se afeitan todos los días. Incluso Pla, que viste con cierto descuido de payés endomingado, dice que el hecho de afeitarse es un signo de civilización que nos aleja de la barbarie. Los nuevos escritores evitan las tascas y frecuentan los american bars. Prefieren el dry martini a la absenta. Privan los cabellos cortos, con crencha y algo de brillantina. La generación del 27 -Alberti, Lorca, Diego...- es una generación de gente limpia y aseada. Nada de barbas, a lo sumo -Aleixandre, Cernuda, Alonso- un fino bigote, bien recortado.
Lo cierto es que los escritores de la llamada bohemia no sentían especial predilección por las propiedades limpiadoras del líquido elemento. ¿Agua?, ni para beber. No cumplían ninguno de los requisitos que, según el higienista Pedro Felipe Monlau, son indispensables para una buena salud, a saber: sobriedad, ejercicio y limpieza. Lo cierto es que huyendo de los baños públicos artistas y escritores encontraron refugio en tabernas y cafés mal ventilados. Su mal olor solía precederles. Josep Maria de Sagarra menciona en sus memorias a uno de estos genuinos representantes de la bohemia madrileña más cutre y cochambrosa, y dice que sus pantalones estaban tan acartonados por la mugre acumulada que podían sostenerse solos. En pleno auge del modernismo el exceso de retórica se contrapone al defecto de jabón; y las pilosidades corren parejas a las delicuescentes metáforas. Proliferan las melenas, las barbas, los mostachos.
Todo esto irá cambiando con el tiempo. A principios del siglo pasado la generación del 98 sostiene aún una sorda batalla interna. Partidarios de la bohemia antigua, con Valle Inclán a la cabeza, luchan contra los defensores del afeitado diario, con Azorín de abanderado. Armas: compárese la prosa tersa y breve del alicantino con la undosa y dilatada del gallego. La transparencia frente a la opalescencia.
En los años veinte, la suciedad y el hirsutismo bohemios se baten en retirada. Los nuevos escritores descubren las ventajas de la ducha y la barbería. En Cataluña, los noucentistes, con D'Ors de paladín, acaban no solo con las barbas y pelambreras tipo Rusiñol y los Quatre Gats, sino que llevan la higiene a la escritura. Su poesía y su prosa, de línea clara y económica, arrumba de un plumazo los ornamentados dispendios del modernismo. Carner, Sagarra, Gaziel, Soldevila... llevan traje y corbata y se afeitan todos los días. Incluso Pla, que viste con cierto descuido de payés endomingado, dice que el hecho de afeitarse es un signo de civilización que nos aleja de la barbarie. Los nuevos escritores evitan las tascas y frecuentan los american bars. Prefieren el dry martini a la absenta. Privan los cabellos cortos, con crencha y algo de brillantina. La generación del 27 -Alberti, Lorca, Diego...- es una generación de gente limpia y aseada. Nada de barbas, a lo sumo -Aleixandre, Cernuda, Alonso- un fino bigote, bien recortado.
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