Conradiana (III): La pista filipina

“Seguramente ustedes no lo saben –empezó diciendo Arístegui- pero la idea de El corazón de las tinieblas nació en Filipinas. Fue un fraile agustino, el P. Saturnino Campos quien me contó la historia hace muchos años. Entonces estaba yo destinado en Manila, y fray Saturnino, que había rebasado ya los ochenta, vivía retirado en el convento de San Agustín, en Intramuros. Me dijo que, en 1915, recién llegado a Filipinas, fue enviado a la isla de Mindoro. Allí conoció al P. Cirilo Costa, que le hizo partícipe de algunas confidencias. Una de ellas hacía referencia a un destino anterior que había tenido, San Felipe de Sipao. Allí le ocurrió al P. Cirilo algo que, según confesó, le había atormentado toda su vida.”
“Fue en 1886 –continuó Arístegui-.Un día apareció en San Felipe un chico, un indígena, al que el P. Cirilo no había visto nunca. Iba desnudo y tenía el cuerpo lleno de heridas y magulladuras. Parecía estar en un estado de shock. Al cabo de un rato, y una vez atendido, el P. Cirilo le hizo algunas preguntas, pero por alguna razón el chico no quiso o no pudo hablar. Tardó varios días en hacerlo y cuando lo hizo dejó estupefacto al bueno del fraile, pues lo que contó iba más allá de lo que hubiese imaginado. El muchacho venía de una apartada ranchería en plena selva llamada Balantong, situada en una región donde ningún hombre blanco se había aventurado, excepto un fraile, el P. Anselmo Curto. De esto hacía ya unos dos años y desde entonces ningún misionero le había vuelto a ver. El caso es que no tardaron en circular rumores de los abusos y arbitrariedades del P. Anselmo, muy lejos de las normas de conducta no ya de un sacerdote sino de una persona decente. Al principio no se les dio importancia; sin embargo, con el paso del tiempo, las irregularidades fueron en aumento. Lo que el atemorizado chico le contó al P. Cirilo era que el “Padre castila” -como llamaban los nativos al P. Anselmo- se había vuelto loco y se había convertido, con el apoyo de unos cuantos incondicionales, en una suerte de régulo que con su despótico proceder y depravadas costumbres tenía amedrentada a todas las tribus de alrededor”.
“Tal estado de cosas llegó a oídos de la superiores en Manila. Se abrió expediente y se encargó al P. Cirilo que fuera a Balantong a averiguar lo que estaba pasando. Se le pidió también que, en la medida de sus posibilidades, intentase solucionar el problema. Para ello se le dio una gran libertad de movimientos, a sabiendas de que cuanto hiciese lo haría obrando en conciencia y en función de las especiales circunstancias del caso. Estaba claro que era un asunto que incomodaba sobremanera a los responsables de la orden, y que éstos deseaban resolverlo cuanto antes y de la forma más discreta posible. De modo que, con la ayuda de un nativo conocedor del lugar, el P. Cirilo emprendió el viaje de varios días hacia el poblado.”
“Lo que allí se encontró, nunca lo sabremos a ciencia cierta. Lo que sí sabemos es que, al cabo de unas semanas, el P. Cirilo regresó a San Felipe y se puso a redactar el correspondiente informe. Del P. Anselmo Curto no se volvió a saber después de la visita del P. Cirilo y, al cabo de unos meses, se le dio por desaparecido. La ranchería de Balantong recuperó la normalidad y nadie volvió a hablar del asunto. En cuanto al P. Cirilo, una vez hubo entregado el informe, se le asignó un destino administrativo en Manila sin relevancia alguna. Poco después contrajo unas fiebres y con este motivo fue enviado a la Península a recuperarse.”
Arístegui hizo una pausa, que aprovechó para encender la pipa que se le había apagado, y luego continuó su relato.
“Y aquí es donde entra Joseph Conrad. Durante el viaje de regreso a España, en julio de 1887, el P. Cirilo tuvo que ser hospitalizado en Singapur por culpa de un agravamiento repentino de su enfermedad. Y bien, ¿saben ustedes quién estaba por aquellas mismas fechas convaleciente también en el hospital de Singapur? Efectivamente, el entonces piloto Josef Korzeniowski. Se sabe que estando en el fondeadero de Semarang, en Java, había dejado su puesto de segundo de a bordo de la corbeta “Highland Forest” -comandada por el capitán John McWhir, evocado en El espejo del mar- debido a una lesión en la espalda. En su lugar optó por ir a Singapur a tratarse. Así pues, no es improbable que los dos pacientes llegaran a conocerse y hablasen de sus respectivas experiencias en los trópicos. Puestos a ello, tampoco hay que descartar que, en un momento de desahogo, el P. Cirilo le contara al joven marino el episodio de Balantong. ¿Por qué no? Ahora imaginemos al marino Korzeniowski, años después, convertido ya en escritor, acumulados en su memoria los materiales, datos y episodios que irá reelaborando con enorme talento en sus novelas y relatos. Uno de estos episodios se remonta a 1890 cuando, navegando el río Congo, oye una historia que le transporta a otra que tres años antes había oído de labios de un misionero español en Singapur. Y cuando más tarde se dispone a escribir aquella historia de horror y delirio en el corazón de las tinieblas, los recuerdos se entremezclan y confunden…“
“Tal vez se pregunten ustedes –prosiguió Arístegui- por qué Conrad, de ser cierta la conjetura, no situó la acción de su novela en Filipinas. Hay que decir que los escenarios de la colonia española no le eran del todo desconocidos; ahí tenemos, por ejemplo, el pasaje del relato “Karain” ambientado en Mindanao. Pero aquí entramos de nuevo en el terreno de la especulación. Piensen, no obstante, que Conrad era polaco y católico y, como tal, muy respetuoso con el clero. No me lo imagino haciendo a un religioso protagonista de la narración y, además, en la mayor colonia católica de Asia. Por el contrario, su entusiasmo por los colonos belgas era perfectamente descriptible. Ya sé, no son razones suficientes, desde luego, pero también está lo del nombre: Curto. Tal vez Conrad oyera mal el apellido del P. Anselmo y entendiera Corto. Kurz, en alemán. Aunque puede que sea sólo una coincidencia más...

(Fragmento de un relato inconcluso. Primeramente publicado en Solaria, nº 14, 2002)

Comentarios

(2)
  1. ¿Inconcluso? No le hace falta un final. Magnífico.

    La propia vida se nos hace literatura y me vuelve a la cuestión de si algunos escriben porque la vida les proporciona los temas o son ellos los que los aprovechan cuando, al vuelo, pasan a su lado.

    Un saludo muy cordial.

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  2. Qué bien conseguido está el suave tono conrad de esta pequeña joya: la plácida tertulia de caballeros; el narrador que cuenta su historia un poco dubitativamente, como si no acabara de entenderla del todo; su pipa que se apaga varias veces mientras habla.
    Y aunque ya sé que, como decía la habanera de Bizet, l'ironie est un oiseau timide, que casi no soporta que ni lo nombren, es genial esa idea de ponerles a Marlow y a Mr. Kurtz hábitos de la Orden de San Agustín, y mandarlos de esa guisa a representar sus papeles en Filipinas: ante ella palidece un poco la ocurrencia de Coppola de vestirlos de militares yankis en Indochina; una Indochina que, por cierto, era en realidad Filipinas: ¡si es que todo concuerda!...
    Aunque puede que sea sólo una coincidencia más...

    Recibe un cordial saludo

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