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El Papelero

Benito Jerónimo Feijoo


La sala, luego, quedó vacía, pero mágicamente repleta de infinitas ausencias aún presentes, de imágenes desvanecidas y voces extintas que se dirigían insidiosamente sobre la nada, pugnando por no disolverse definitivamente. Sólo, filtrándose a lo lejos, se oyó el ruido de alguna puerta que se cerraba, las pisadas de unos pasos o un grito aislado en la calle.
Luego, de debajo de un arca, salió una especie de insecto de dimensiones pavorosas, semejante a una hormiga alada, que se paseó nerviosamente por la sala, escalando los estantes de las librerías, palpando con deleite los lomos de los volúmenes con unos apéndices que le salían de unas formidables mandíbulas. Finalmente, subió a la mesa y se paró ante los papeles escritos mirándolos fijamente, ávido, un buen rato, mientras producía un ruido metálico, muy desagradable. Al terminar, se echó sobre los papeles y, con los dos palpos o apéndices, cortó impecablemente la grafía escrita con tinta y la sorbió en seguida, y esto hoja por hoja, negligiendo el resto del papel. Una vez terminó de devorar toda la ingente caligrafía, quedó inmóvil unos instantes y, con un ligero jadeo, dejó oir, otra vez, el ruido desagradable. Impensadamente, desapareció debajo del arca.
Cuando el padre Feijoo y el abbé Desfontaines volvieron a la biblioteca y vieron el estado de sus papeles, la escena que se produjo fue algo difícil de describir y, en gran manera, sorprendente, puesto que el abbé se tiraba de los pocos pelos que le quedaban, gritando que aquello que ahora tenía ante sus ojos era todo lo que quedaba de su manuscrito original y que no poseía copia alguna. El padre Feijoo, abatido por la desgracia, no sabía qué decir ni qué hacer, y no se atrevió a esgrimir, al irascible eclesiástico francés, el excelente argumento que, a él, también le habían destruido La campana de Velilla y que no le mirara como causante de la catástrofe, ya que él era ajeno a todo aquello, y que todo era un misterio. Pero el abbé, altaneramente indignado, creyendo que se trataba de una burla, requirió con energía sus maletas y abandonó el monasterio sin despedirse de nadie y echando pestes contra el padre Feijoo.

(Juan Perucho, Bestiario fantástico. Cupsa Editorial, Madrid, 1977).

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