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Una lágrima sobre el mar


Starbuck con un mosquete frente a la cabina de Ahab.
 (Ilustración de Anton Otto Fischer en Moby Dick, The John C. Winston Company, Phliladelphia, 1931).

El capítulo 134 de Moby Dyck, titulado "La sinfonía", Ahab, en una clara mañana de un azul acerado, resuelto a no ceder en su incansable persecución de la ballena blanca y con los ojos "brillando como carbones en las cenizas de la ruina", pasa por un momento de duda. Cruza lentamente la cubierta desde su portillo, se asoma por la borda y observa cómo su sombra en el agua se hunde más y más ante su mirada cuanto más intenta penetrar en ella. Un viento suave acaricia su rostro nudoso y arrugado. Y es entonces cuando, debajo de su sombrero flexible, Ahab derrama una lágrima sobre el mar. Solo una. Y añade Melville: " Ningún sitio en todo el Pacífico contenía tanta riqueza como esa diminuta gota."
Entra en escena Starbuck. Ahab le confiesa sus tribulaciones. Le habla de tantos años pasados en el mar, lejos de su casa, de su mujer, de su hijo. Está cansado y se siente viejo, muy viejo. Le pide que se acerque: "Acercaos más a mí, Starbuck. Dejadme ver dentro de una mirada humana." Y el fiel oficial aprovecha la rara confidencia de Ahab para persuadirle de que abandone el alocado empeño de su cacería:
"-¡Oh, mi capitán!, ¡mi capitán! ¡Alma noble! ¡Viejo de gran corazón, después de todo! Por qué alguien debería dar caza a ese odiado pez! ¡Venid conmigo! ¡Huyamos de estas mortales aguas! ¡Vayamos a casa! Mujer e hijo también son los de Starbuck..."  
Oh, mi capitán, mi capitán... ¿Les suena de algo? ¿Whitman, tal vez? Es plausible que el gran poeta americano rememorase esta salutación a la hora de comenzar su poema en homenaje a Abraham Lincoln tras su asesinato en 1865. Esto era catorce años después de la publicación de Moby Dick, cuando ya nadie recordaba ni la novela ni su autor.      

      

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