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Oro


No hay mineral que más gente arrastre en cuanto se descubre un nuevo yacimiento que el oro nativo. En 1848 James W. Marshall descubrió oro en Sutter's Mill, California. Ni imaginarse pudo lo que se avecinaba. En los siguientes años unas 300.000 personas vinieron de todas partes del mundo a esta nueva tierra prometida pensando en hacerse ricas. El escritor Joaquin Miller estuvo en California en esta época y dejó su testimonio en La vida entre los modocs. Mark Twain y Bret Harte también se hicieron eco en algunos de sus cuentos de esta alocada fiebre del oro.
Años después, en 1896, se descubrió oro a lo largo del río Klondike, en el territorio de Yukon, y una riada de gente se dirigió de nuevo hacia Alaska. Jack London fue uno de los que sintieron la llamada del oro, y el ambiente y la naturaleza de aquellos desolados parajes impregna sus primeras novelas. Rex Beach sacó partido de aquella locura en Los expoliadores (1906); y en Dawson City todavía se conserva la cabaña donde vivió Robert W. Service, autor del celebrado poema "El tiroteo de Dan McGrew". Una de las últimas novelas de Jules Verne, El volcán de oro, transcurre durante la carrera del oro del Klondike; y otros dos escritores decimonónicos, Gustave Aimard y Henri Conscience, tienen sendas novelas con el mismo título: Los buscadores de oro.
Más tarde innumerables autores de novelas de aventuras y del oeste encontraron un verdadero filón -nunca mejor dicho- en estos u otros escenarios parecidos. En las novelas de Zane Grey, James Oliver Curwood, Max Brand, Peter B. Kyne, Clem Yore, Frank Gruber o Jackson Gregory es fácil encontrar aventureros, prospectores, empresarios, ingenieros o ladrones envueltos en mil peripecias en torno al codiciado oro. En una de estas novelas, no recuerdo cuál, hay una frase que se me quedó grabada. Un viejo golddigger le dice a un joven recién llegado: "Piénsatelo, muchacho, el oro es el único metal capaz de enriquecerte y arruinarte al mismo tiempo".

Comentarios

  1. La Bella Otero, convirtiendo la materia en brillo, decía que el único placer comparable a ganar en la ruleta era perder. Y sabía que no tenía que buscar oro para seguir jugando, lo llevaba encima. Una mina, como dicen al otro lado del charco.

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